Nos han dicho que debemos ser delgadas. Todo el tiempo, en la televisión, en internet, en los espectaculares y hasta en los anuncios del metro, la publicidad […]
Nos han dicho que debemos ser delgadas. Todo el tiempo, en la televisión, en internet, en los espectaculares y hasta en los anuncios del metro, la publicidad nos dice que sólo seremos bellas y saludables si tenemos un cuerpo esbelto.
Sin embargo, esto no es cierto. Un cuerpo delgado no siempre es sinónimo de salud, ni tampoco de belleza.
Además, ningún cuerpo es igual que el otro: hay mujeres que por genes, son delgadas y altas, otras son chaparritas y de talle más grueso; por lo tanto, no todas podemos ser flacas como las modelos, ni como Taylor Swift.
Yo, por ejemplo, definitivamente nunca podré tener las medidas de Ariana Grande. Simplemente, ni mis genes, ni mi estructura ósea dan para esas tallas. Sin embargo, a mi tierna edad de 21 años, pensé que sí podía y llevé mi cuerpo al extremo. Los resultados de intentar ser algo que no era, no fueron favorecedores para mí. Esto fue lo que pasó.
Un día me vi al espejo y no me gustó para nada mi cuerpo. Es más, lo odié. Así que comencé con una dieta: corté la mayoría de carbohidratos, deje de comer carne y, todos los días, sólo me alimentaba de verduras y arroz, un licuado de nopal con manzana y avena y una barra de amaranto al día. Con esta dieta y ejercicio no tardé mucho en bajar de peso.
Cuando vi los resultados, me alegré en un principio. Durante dos semanas, me veía al espejo y por fin estaba conforme con el reflejo. Sin embargo, comencé de nuevo a verme gorda, entre más tiempo me miraba, más defectos encontraba: seguía teniendo las piernas gruesas, me quedaba un poco de panza, etc. Así que modifiqué mi dieta de nuevo; ahora sólo eran vegetales y el licuado.
La reducción de alimentos funcionó. Sin embargo, había algo que no cuadraba: cuando me veía al espejo, me gustaba mi imagen, pero después, durante el día, veía personas obesas por todos lados y me daba miedo regresar a esa etapa de mi vida; además me sentía débil, fumaba muchísimo para engañar el hambre y me sentía muy deprimida sin razón aparente.
Mis amigos comenzaron a decirme que no me veía bien y mi familia me decía con tono de preocupación: “estás muy delgada”.
De repente, mi dieta se redujo a dos barras de amaranto durante el día y muchísimos cigarros. Esto, obviamente me hacía sentir muchísimo más cansada y triplemente deprimida. Además, mi estómago todo el tiempo me ardía y mi rendimiento escolar había bajado: ya no era la misma. Me di cuenta de esto, un año después, cuando tuve que ir a urgencias porque no podía levantarme del dolor tan terrible que tenía en el estómago.
Después de eso, decidí que mi cuerpo no merecía tal castigo; no cabía duda que estaba mucho más delgada, pero ni siquiera se acercaba a aquellas modelos que salían a los anuncios. De esa experiencia pude aprender ciertas cosas:
Modelos anorexicas.